No hay nada intrínsecamente malo en el ser humano. La semilla de la maldad existe pero, no está incrustada en nuestros genes de manera irremediable; habría que activarla, individual y conscientemente, para que pudiera desarrollarse. Lo lamentable para nosotros es que, por los motivos que sean, su proliferación es mucho más extensa de lo que sería deseable.
La maldad actúa como la mala hierba en un cultivo; pero solo germina en terrenos ricos en egoísmo y en total ausencia de amor.
Jean-Jacques Rousseau, hace ya algunos años, lo había dejado meridianamente claro en su obra “Emilio o De la educación” (1762). Aquello de que “El hombre es bueno por naturaleza” ha dado mucho que hablar desde entonces… y mucho que pensar; pero, evidentemente, no ha conseguido evitar la maldad.
También había dejado, por escrito, en “Del Contrato social o Principios del derecho político” (1762) que ”El hombre nace libre y, sin embargo, donde quiera que va está encadenado”.
Y es que las contradicciones son propias de nosotros, los humanos. No somos perfectos. Decimos ser buenos, pero actuamos, en demasiadas ocasiones, con una infinita dejadez (el propio Rousseau que revolucionó la pedagogía y la política con sus escritos, sin embargo, no fue capaz de hacerse cargo de sus propios hijos y los fue entregando, conforme iban naciendo, a una institución). Decimos ser libres pero no ejercemos nuestra propia libertad y, frecuentemente, la entregamos a quienes nos hacen promesas aunque sepamos que hay muchas posibilidades de que jamás cumplan lo prometido.
La maldad puede campar a sus anchas, con suma facilidad, entre tanto humano imperfecto y contradictorio.